Ley 1/2019, de 21 de enero, de memoria histórica y democrática de Extremadura.

Como es bien sabido, primero a raíz del golpe militar contrario al gobierno legítimo de la II República que se produjo el 17 de julio de 1936, más tarde a causa de la guerra civil y, finalmente, debido a la represión de una magnitud extraordinaria puesta en marcha por el «Nuevo Estado» franquista terminaron siendo miles los extremeños y extremeñas que perdieron la vida o sufrieron daños, económicos o materiales, por razón de la política represiva muy dura que se aplicó en los tiempos de la guerra y la posguerra.

Pero merece reseñarse que, debiendo ser objeto de una consideración igual todas las víctimas, algunas personas represaliadas fueron ya objeto de toda clase de homenajes y actos de exaltación de su recuerdo y de su memoria, mientras otras, la inmensa mayoría, quedaron sumidas de una forma intencionada en el olvido más profundo. Una realidad que ha impedido hasta el momento conocer no solo las circunstancias en que perdieron la vida miles de extremeños y extremeñas sino el lugar donde se hallan los restos de un número incontable de personas desaparecidas, fruto de lo cual ha sido también la imposibilidad para sus familiares de darles una sepultura digna.

Además, las políticas destinadas a mantener a las personas represaliadas en un olvido absoluto se extendieron hasta el final de la dictadura. Y ello, pese a la aprobación y puesta en vigor por las personas representantes de los países vencedores en la II Guerra Mundial y organismos tan prestigiosos como la ONU de varias disposiciones en sentido contrario. Desde el «Acuerdo de Londres» firmado el 8 de agosto de 1945, que fijó el concepto de «Crímenes contra la Humanidad» (Artículo 6, Apartado C), hasta la Resolución 96 (I) aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 11 de diciembre de 1946 que definía el «crimen de genocidio», la Resolución 39 (I) de las mismas Naciones Unidas (12, diciembre, 1946) donde se condenaba al Franquismo por juzgársele no solo un sistema político ilegal e ilegítimo, con su origen en una rebelión militar y una guerra civil, sino también como un régimen de naturaleza y orientación inequívocamente fascistas; o un poco más tarde, a finales de 1948, la Resolución 260.ª (III) que finalmente haría posible, andando el tiempo, la aprobación y puesta en vigor, en 1970, de la «Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio».

Ninguna de estas resoluciones fue aceptada y, en consecuencia, puesta en vigor por las autoridades del Franquismo. Y, más tarde, el tratamiento dado por las instituciones públicas a la cuestión de las personas represaliadas por motivos políticos, singularmente al problema de las fosas comunes, tampoco iba a modificarse de una forma significativa en los años de la transición política y el período democrático hasta la aprobación de la Ley de Memoria Histórica.

De hecho, la Ley 46/1977, de 15 de octubre, la llamada «Ley de Amnistía» declaraba extinguidas todas las responsabilidades penales en que hubiera podido incurrirse por las vejaciones, detenciones y asesinatos llevados a cabo durante el régimen franquista, a la vez que hacía imposible la apertura de procedimiento legal alguno sobre cualquier violación de los derechos humanos. Así, fruto del «pacto de silencio» acordado, tanto la recuperación de la memoria y la dignidad de las personas represaliadas como la localización y exhumación de las fosas comunes debieron realizarse en todas partes, durante los años ochenta y noventa, solo por familiares y personas allegadas de las víctimas, con el apoyo, en alguna ocasión, de partidos políticos y sindicatos de izquierda.

Las políticas públicas en materia de crímenes contra la humanidad, genocidio y violación de los derechos humanos tampoco sufrieron en España cambio alguno significativo tras la incorporación de estos delitos a los estatutos del Tribunal Internacional para Yugoslavia (1993) y Ruanda (1994) o la creación de la Corte Penal Internacional (1998), que ya caracterizaban a los asesinatos y las desapariciones forzosas habidos en los años de la guerra civil y el régimen franquista como unos delitos imprescriptibles.

Y cuando a principios de este siglo, de un lado se intensificó el movimiento familiar y asociativo tendente a reponer la memoria de las personas represaliadas y, de otro, se reactivaron las exhumaciones de fosas por particulares el Estado decidió intervenir en el asunto. De esta forma, la Ley 52/2007 de «Memoria Histórica» constituyó un verdadero hito jurídico en lo tocante al reconocimiento de derechos para todos aquellos hombres y mujeres de nuestro país, entre ellos miles de extremeños y extremeñas, que no habían logrado aún resarcimiento alguno de los daños tan cuantiosos sufridos en sus personas o bienes durante la guerra civil y la dictadura. Porque en su texto se fijaron los derechos a la recuperación de la memoria y la reparación moral de las víctimas, de todas las víctimas, así como a la recepción de algunas prestaciones económicas, la eliminación de toda clase de símbolos ligados al Franquismo o el libre acceso a los fondos documentales con información histórica sobre el asunto que pudieran conservarse en los archivos. Y ello, a la vez que se obligaba a las administraciones públicas a colaborar en las labores tendentes a la localización, recuperación y, si fuera posible, la identificación personal de las personas desaparecidas.

Sin embargo, primero la aplicación al desarrollo de la Ley 52/2007 de unos recursos económicos limitados y, más tarde, incluso una falta completa de atención presupuestaria, explican que los efectos beneficiosos de esta norma jurídica hayan sido escasos. Y que, pese al avance representado por la puesta en vigor del «Protocolo de actuación en las exhumaciones de fosas» (2011), todavía sean numerosas las labores pendientes en orden a la recuperación efectiva de la Memoria Histórica, tanto en el conjunto de la geografía nacional como, de manera particular, en la Comunidad Autónoma extremeña.


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